Eran 2:47 p.m. de otro 12 de octubre que después de varios años entendí que se celebraba. Vestida de negro como si guardase un luto ajeno cargando un coco que se me fue obsequiado. Me monto en el transporte público y para mi sorpresa el chofer, tras de ser nuevo era joven. Se veía fresco, como modelo de Proactiv. Habían como cuatro personas allá dentro.
Uno de ellos llamó mi atención. Era una mujer entre 40 a 45 años. Pero su apariencia física gritaba lo contrario, su comportamiento aseguraba lo anterior. Vestida como florero de mesa azul y rosada. Su pelo lacio y amarillo reflejaba un evidente crecimiento.
Más adelante en la calle Tapia mientras leí un texto asignado, se armó de valor y vocifero:
-¿Cómo estás?
A una pasajera que ardía en el fogón de la cocina. Todo el tiempo fue una “conversación lineal” con derecho a interferencia. Los pelos alborotados se elevaban por cada grito de aquella rubia.
Preguntó nuevamente:
-¿Estás bien? Al compás del palo de metal que bailaba en su mano izquierda.
Toda aquella muchedumbre se tragaba las sonrisas como una medicina de mal gusto. Llegó al clímax:
-¿Y Carmen? ¿Está bien?
-¡Sí!, respondían desde atrás en tono bochornoso.
Silencio total.
Intercambiamos miradas y me dio a entender que debía sacar papel y lápiz. Con una mirada confesó silenciosamente que deseaba ser la próxima protagonista.
Llegamos a Barrio Obrero y cerró el telón, le regaló la espalda a todo su público, los mismos que la vieron gritar por última vez.
¡Chequi, chequi, chequi!, ese famoso canto infantil.
Cogí mi coco y me fui.
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