El estribillo de “Qué locura fue enamorarme de ti” de Eddie Santiago, fue lo que me recibió aquel sábado cuando disponía almorzar en El Pocito en compañía de mi madre. Hacía tiempo que mis oídos no gozaban y los labios no temblaban al escucharla.
De camino a la mesa me topé con Millie. Vestida de negro y peinada con una peluca a la altura de la barbilla. Movía sus manos como alabando a un ser supremo, mientras bailaba sensualmente sobre una silla que gritaba poco a poco su colapso. Cinco sillas más atrás estaba la alemana con su acostumbrada ropa blanca y el tilaka presente. Un tul en la cabeza parecido un nido escoltaba su afanada labia que atacaba levemente a un pobre hombre de gorro gris. El mismo me miró cuando pasé. No fue el único.
Entrar al Pocito más que un vía crucis es una caravana. Todos me saludan, y ay de mi si no les contesto. Se me pegó la alemana a preguntarme lo mismo de todas las semanas:
- ¿Cómo estás, negra?
- Bien y usted.
- ¿Cuándo te gradúas? – cuestionó
- Ya mismo. – contesté, mientras le regalaba señales al cocinero, para que zumbara la orden de tostones con pollo frito.
Cocinero que en vez de descifrar el mensaje, lo entendió como un saludo. Asumo que lo debo corresponder por el hecho de ver crecer la barriga de mi madre hace 20 años y pal’ de meses. Fue correspondido con una sonrisa.
De fondo, detrás de los murmullos me deleitaba de una salsa del gran Maelo, mientras monumentales platos gastronómicos desfilaban por mis narices sin detenerse en mi guarida. Diez minutos más tardes llegó la comida. Caliente.
El silencio se apoderó de la mesa varios minutos. Hasta que una voz frente a mí pronunció:
- ¡Me gusta venir aquí!, era mami.
- ¡Y a mí! ... ¿Luisito, cuánto te debo?
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