martes, 19 de octubre de 2010

Caravana

El estribillo de “Qué locura fue enamorarme de ti” de Eddie Santiago, fue lo que me recibió aquel sábado cuando disponía almorzar en El Pocito en compañía de mi madre. Hacía tiempo que mis oídos no gozaban y los labios no temblaban al escucharla.

De camino a la mesa me topé con Millie. Vestida de negro y peinada con una peluca a la altura de la barbilla. Movía sus manos como alabando a un ser supremo, mientras bailaba sensualmente sobre una silla que gritaba poco a poco su colapso. Cinco sillas más atrás estaba la alemana con su acostumbrada ropa blanca y el tilaka presente. Un tul en la cabeza parecido un nido escoltaba su afanada labia que atacaba levemente a un pobre hombre de gorro gris. El mismo me miró cuando pasé. No fue el único.

Entrar al Pocito más que un vía crucis es una caravana. Todos me saludan, y ay de mi si no les contesto. Se me pegó la alemana a preguntarme lo mismo de todas las semanas:

- ¿Cómo estás, negra?

- Bien y usted.

- ¿Cuándo te gradúas? – cuestionó

- Ya mismo. – contesté, mientras le regalaba señales al cocinero, para que zumbara la orden de tostones con pollo frito.

Cocinero que en vez de descifrar el mensaje, lo entendió como un saludo. Asumo que lo debo corresponder por el hecho de ver crecer la barriga de mi madre hace 20 años y pal’ de meses. Fue correspondido con una sonrisa.

De fondo, detrás de los murmullos me deleitaba de una salsa del gran Maelo, mientras monumentales platos gastronómicos desfilaban por mis narices sin detenerse en mi guarida. Diez minutos más tardes llegó la comida. Caliente.

El silencio se apoderó de la mesa varios minutos. Hasta que una voz frente a mí pronunció:

- ¡Me gusta venir aquí!, era mami.

- ¡Y a mí! ... ¿Luisito, cuánto te debo?

martes, 12 de octubre de 2010

Chequi, chequi, chequi

Eran 2:47 p.m. de otro 12 de octubre que después de varios años entendí que se celebraba. Vestida de negro como si guardase un luto ajeno cargando un coco que se me fue obsequiado. Me monto en el transporte público y para mi sorpresa el chofer, tras de ser nuevo era joven. Se veía fresco, como modelo de Proactiv. Habían como cuatro personas allá dentro.

Uno de ellos llamó mi atención. Era una mujer entre 40 a 45 años. Pero su apariencia física gritaba lo contrario, su comportamiento aseguraba lo anterior. Vestida como florero de mesa azul y rosada. Su pelo lacio y amarillo reflejaba un evidente crecimiento.

Más adelante en la calle Tapia mientras leí un texto asignado, se armó de valor y vocifero:

-¿Cómo estás?

A una pasajera que ardía en el fogón de la cocina. Todo el tiempo fue una “conversación lineal” con derecho a interferencia. Los pelos alborotados se elevaban por cada grito de aquella rubia.

Preguntó nuevamente:

-¿Estás bien? Al compás del palo de metal que bailaba en su mano izquierda.

Toda aquella muchedumbre se tragaba las sonrisas como una medicina de mal gusto. Llegó al clímax:

-¿Y Carmen? ¿Está bien?

-¡Sí!, respondían desde atrás en tono bochornoso.

Silencio total.

Intercambiamos miradas y me dio a entender que debía sacar papel y lápiz. Con una mirada confesó silenciosamente que deseaba ser la próxima protagonista.

Llegamos a Barrio Obrero y cerró el telón, le regaló la espalda a todo su público, los mismos que la vieron gritar por última vez.

¡Chequi, chequi, chequi!, ese famoso canto infantil.

Cogí mi coco y me fui.

martes, 5 de octubre de 2010

Humo y bendiciones

Un humo de cigarrillo que jugaba al travieso entró por mi ventana para indicarme que ella estaba cerca. Ese peculiar olor, entre lo quemao’ y el mentol ha estado presente en mi vida más que mi propio padre. Todo se recrea mientras engaño mi inteligencia, y la escucho a ella aunque no comprenda de qué o de quién me habla. Intenta pero fracasa al hablarme, “sí mami” le digo y entendió que la estaba ignorando. Se levantó como alma que lleva el diablo y balbució a viva voz:

-“Por eso es que no me gusta hablar contigo”, mientras se paseaba como una top model por la casa con cigarro en mano, según ella con fragancia a incienso de rosas. Yo por mi parte, le comenté a mi reflejo: “pues no me hables, total yo no conozco esa gente”.

Sacudió nuevamente las caderas en su pasarela y siguió hablando entre dientes.

Terminó su "incienso" en ocho sorbos y se plantó en el marco de la puerta. Me miró, la miré, fijó sus ojos otra vez y se me salió un "¿Qué pasó?"

- ¡Malcría! … exclamó

Después de varios minutos, aparecí sigilosamente como quien no quiere la cosa. Le regalé una sonrisa disfrazada de inocencia, me acosté en su cama y le dije:

- Tú te acuerdas cuando te ponías frente al espejo hacerte los rolos, y contemplabas tu belleza.

No finalicé el comentario cuando una mirada cortante se posaba ante mí, mientras me afanaba en localizar el residuo blancuzco que había dejado a en su travesía. Hablé una vez más y me ignoró. Jugó mi carta y probé de la taza. Conocí una mujer intacta, que no se conmovía por comentarios jocosos, capaz de desoír. Entendí, resigné y me fui.

- Bendición mami, me voy a dormir.

Repetí otra vez, “bendición mami”.