El día que lo vi por primera vez no lo recuerdo. Sé de fragmentos, de
episodios, nada en concreto. Fue en Santurce, entre lo estructurado de la
ciudad y la frontera del suburbio. Dicen que el casco solo sabe a droga, huele
a prostitutas y se siente el sexo por doquier. De esas cosas digo que no sé, por
no despertar sospechas.
Para mí, es otra cosa.
Santurce, es la llegada al paraíso, a la ciudad perfecta, es el aterrizaje
el alma, el contacto con lo que somos, el encuentro con él. Esa tarde la forma
apreciar la ciudad cambió. Empecé a ver la sociedad vestida de corazones.
Bombeando sangre y hasta esperanza. Bien bonito.
Él llama Juan, en español. En inglés no me lo sé. Así en lo autóctono se
oye mejor.
Entre las líneas del recuerdo, sé que fue en una librería. Llegué como un
fantasma; pálida, porque blanca, difícil. A lo lejos lo vi, allí estaba él como
todas las tardes con su camisa de botones blancos, sus vaqueros casi ajustados
y ese par de tenis poco profesionales que me decían que él era de los míos.
Juan lo era. Yo era suya. Y aún por tercos no lo sabíamos.
Antes de entrar había pasado un susto. Por eso la palidez. Uno de esos
corazones caminante se me acercó y me dijo: “es él”. Ahí terminé de confirmar
lo que hace tiempo sabía. Empecé la conquista. Busqué el mismo libro que estaba
leyendo él. La Celestina. Juan tenía un
café.
Por suerte, en octavo la había leído. Cuando notó que estábamos
sincronizados y por una primera vez ese contacto visual que se tiene mientras
se hace el amor, como la gran puta que
soy le regalé una mirada. Y una sonrisa –bien puta también-.
El colmo: el labial. El rojo las noches de margaritas.
Entendió las señales que destilaba el aire. Hacía frío. Entramos en calor. Se
acercó, como lo bueno nunca pasa, Juan no terminó el trabajo, por eso fue que
le dije: “Solamente espero que no nos pase lo mismo que a Calixto y
Melibea”.
Tiré el libro y me fui.
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